martes, 24 de febrero de 2009
Lo que realmente puede determinar la empatía entre una pareja, es la comezón. Si no creen, pregúntenle a aquellos tórtolos que, como mis padres, llevan más de treinta años juntos. Desde niña, he observado cómo mi mamá sabe exactamente el lugar de la espalda en donde vive la comezón de mi papá, por eso, nadie más que ella puede rascarlo. Podrá haber quien le haga mejor las albóndigas o el espagueti, pero nadie tan perita como ella en pasar sus sabias uñas sobre ese rincón en donde, vaya usted a saber qué bichito raro, le está produciendo la comezón. Es más, hubo un tiempo en que mi papá le puso los cuernos a mi mamá, utilizando una manita de plástico para rascarse. Ese desliz sólo sirvió para darse cuenta de que las uñas de mi mamá son exactas para su piel y su unión se solidificó más que nunca. Yo siempre he tenido piel de perro, aunque de entrada esto hable muy mal de mí. La verdad es que yo prefiero no rascarme cuando siento el más mínimo asomo de comezón, porque sé que de ahí me voy a seguir por todo el cuerpo, como si un animalillo travieso me caminara y yo lo siguiera con las uñas. Y es que es tan rica la comezón, comenzar por la parte alta de la espalda, llegar hasta ese punto ciego en donde los brazos ya no alcanzan utilizando cualquier instrumento que se tenga a la mano y sentir esa satisfacción de una piel extasiada, más si después de la espalda se sigue con los brazos, las piernas, la barriguita y, en el colmo de la perversión, los pies. Y mejor ya me voy, porque estoy empezando a sentir un cosquilleo en el hombro, que se siente muy prometedor.
Publicado en Ocio el 18 de junio de 1999, ya va para diez años
jueves, 19 de febrero de 2009
Ventanas desnudas
No tengo cortinas. De manera más apegada a la realidad, debería decir que no uso cortinas porque esos trozos de tela, de pronto gruesos o a veces con la transparencia de la sugestión, son las protectoras de la intimidad, salvaguardas del mundo exterior que con sutileza o violencia, desea entrometerse en nuestro espacio. Son una prenda pues, más que un accesorio decorativo. Pero yo no las tengo; desde hace dos años que habito en este departamento de segundo piso con una inquietante vista hacia el parque Alcalde, porque me gusta esa sensación de estar protegida por la pared y expuesta por los ojos de mi casa, como si se juntaran con los ojos del exterior. El pudor personal es mi propia cortina: sé que no puedo pasearme desnuda por mi sala, ni bailar sin que alguien del edificio de enfrente, o incluso de mis vecinos en su tránsito, me sorprenda y se quede mirando con el aparente permiso que otorga la falta de vestiduras en mis ventanas. Sé que incluso no puedo espiar la calle sin ser sorprendida de inmediato, pero esta inconveniencia no me mortifica, no me apena que si escucho un sonido que no va dirigido a mí pero sí a mi curiosidad y acudo a la ventana, unos ojos inquisidores me miren como si no desearan la presencia de los míos. Ellos están en la calle, yo en mi casa. Pero mis ventanas se han sentido tan cómodas en su desnudez. Incluso, con la hilera de botellas de vino vacías que he puesto en el marco —la mitad bebidas, la otra mitad cocinadas—, ellas parecen felices de estar así, expuestas, abiertas a un mundo tan cotidiano y tan mío. La otra noche me invitaron a sentarme a su lado, con una copita de tequila en la mano, para mirar hacia la ciudad que habita en ellas. Las luces de la calle hasta la madrugada, en busca de esos mirones permitidos que pierden sus ojos en otras miradas.
Publicado en Ocio en octubre de 2003. Ha sido uno de los más comentados, mucha gente me dijo que en su momento lo leyó. La vida ha cambiado desde entonces, pero mis ventanas siguen sin cortinas.
lunes, 2 de febrero de 2009
Miguelito
En aquella plática que les menciono, antes de que la risa, los bailes y los ojazos de Miguelito llegaran a nuestras vidas, le hablé de lo hermoso que es tener hermanos, a mi niño que no los tiene. Le dije que sólo los hermanos, o medios hermanos, pero nacidos de la misma madre, comparte un privilegio infinito: haber estado en el mismo espacio corporal antes de recibir la luz y el aire de esta tierra, el vientre de nuestra madre. Ese espacio oscuro, mágico, protegido, seguro, él que nadie más que Miguel y Mayté compartieron conmigo.
Pero ahora sé que después del vientre sigue la sangre. Hoy que las familias tienen una nueva estructura, me queda muy claro que la sangre es poderosa. Miguelito llegó a este mundo gracias al vientre de Rosy, y a la sangre de mi hermano, el segundo morador de aquella cálida casa por la que yo pasé en tercer lugar, el vientre de mi madre. El pequeño cielo, casa de campaña, espacio cósmico que da pasos sobre la tierra. Y llegó Miguelito aprentando los botones de la risa, del llanto, de la ternura y sobre todo, de la unión a pesar de las diferencias. Mis hermanos y yo no tenemos ni una muletilla en común, no nos parecemos físicamente, de seguro cuando tengamos 60 o 70 años, como mi tío Fede y mi mamá, a nuestros hijos les costará trabajo encontrar esos rasgos que llamamos aire de familia. Pero los tres pasamos por ahí, y a los tres, se nos hincha el corazón cuando escuchamos a Samael haciendo reír a Miguelito con esas carcajadas que parece lo van a desinflar.
Publicado en Ocio el 25 de abril de 2008
viernes, 30 de enero de 2009
La muda
Me porté como una imbécil. Lo ensayé, pensé todo lo que le diría. Me puse una blusa con corazones para la ocasión. Tardé una hora en tejerle su regalo. Estuve la tarde escuchando sus canciones. Busqué en Internet sus piezas de cerámica que poca gente conoce. Y ni un beso le di. Me acerqué a ella, le dije te traigo un regalo, lo miró, lo destapo y se lo puso. Me tomé una foto con ella y me alejé. No conforme con eso, lo vi a él e hice lo mismo, pero sin regalo de por medio, nomás la foto.
Andrea Echeverri estuvo aquí, más allá del conciertazo del domingo como cierre de la FIL, en un espacio más íntimo, la nueva galería Alter Ego del teatro Diana. Había poquita gente, digo, unas 150 personas a lo sumo, estaba accesible, al alcance de la mano, tangible, nada etérea, feliz, linda, con marido y Milagritos, su hermosa niña cargando un pulpo de tela, por un lado, y con Héctor Buitrago, su pareja de Aterciopelados, también rondando por ahí.
Y no atiné más que a acercarme, darle una bufanda que le tejí y tuvo la cortesía de usar durante toda la velada y dejarse tomar fotos y videos con ella puesta. Pero no le dije que también tengo un hijo que cuando era bebé se paralizaba oyendo “Música”, el séptimo corte de La pipa de la paz, y era momento de darle de comer porque no hacía nada más que quedarse quieto, abstraído, atrapado por esa canción, y que ya más grandecito, tarareaba “amoniiía, pa-sa-mó, e poé ee aa for” (¡Snif!, ya ha crecido mucho mi bebé). Tampoco le dije que con Gozo poderoso y Caribe atómico no sólo bajé seis kilos bailándolos una hora diaria, sino que se me hizo tolerable la más intolerable etapa de mi vida. Cosas así, de fan. Ni mucho menos le dije, ni a ella ni a Buitrago, que soy reportera, que he hecho un par de notas sobre sus presentaciones, que no estaba ahí nada más de colada, que ese día el texto de la contraportada de Público lo escribí yo. Cosas así, de trabajo.
Le di la bufanda y enmudecí. Me dio las gracias y enmudeció, como esperando alguna cosica que le dijera, alguito así súper bonito como sus cerámicas y nada. Muda. Mudas las dos. ¡Mmj! Publicado en Ocio, Público, el noviembre de 2007
jueves, 29 de enero de 2009
Me inicio
¡Hasta pronto!
Feliz cumpleaños a mí
Bueno, pasado este lapsus de egolatría, aterricemos. Mi hijo entró a la secundaria. Después de vivir bajo el cobijo de su kinder-primaria, en la que su grupo era el más numeroso y sólo eran 20, hace dos lunes entró a la técnica 4 a darse baños no de pueblo, que para eso tiene a su madre que no es de la nobleza, si no de realidad. Sí, entra al mundo real, al de la burocracia, al de la secretaria kafkiana que me la hizo de chorizo porque las ocho fotos tamaño infantil tienen la misma cara, pero unas más cerquitas y otras más de lejos. ¿Guatajel? En fin, al universo de las horas arrebatándose la talla correcta del uniforme, por cierto, el vestuario más caro y más corriente de todos sus doce años de tierna vida. Y tendrá que usarlo diario. Suspiro. Al de ni se te ocurra faltar porque a la tercera, suspensión. Al de todas las hojas de los cuadernos deben tener márgenes de colores. Al de ya no eres Samael, porque tu primer nombre es Elian, y a ver cómo convences al maestro de ciencias y de matemáticas que te llame como lo hemos hecho todos los que te queremos toda la vida. Al de más bien vas a ser Romero, qué remedio, y un número en la lista.
Todos me dicen “no te preocupes, le va a servir”. No sé, pienso que ese adagio que me decía mi mamá, a mí y a todos todas sus progenitoras, de “ya serás madre”, más bien era una maldición, por qué, ¡ah qué difícil se me hace este trance! Una amiga me dice todo va a estar bien mientras no tenga problemas de respeto a la autoridad. Ahí ya empezamos mal, porque la que tiene problemas de respeto a la autoridad soy yo.
En su primer día le pregunté que si tenía compañeras bonitas. “No sé, no me fijé”. Mmm, cómo que no, entonces a qué vas. “A estudiar”. Acabáramos, mejor que se quede en la casa con una pila de libros, para qué meterlo en una olla de chiquillos si no se va a fijar en lo elemental.
En fin. Estoy desvariando porque es mi cumpleaños, nací en el año de la rata igual que mi hijo, a los dos nos está yendo de maravilla porque este 2008 otra vez es el año de la rata, gracias a Dios, y eso de la nueva escuela es sólo un pretexto para preocuparme de más, porque en realidad me llena de orgullo, de gozo y de placer tener un hijo secundariano, con mi naricita y mi pasito tuntún al caminar, y además ser la mamá más guapa del planeta, a punto de salir mi primer libro que quedó divino y es de los caros, tener un novio amoroso, enterote y retecumplidor y acercarme, todavía con desdén y garbo, a los 40. ¡Qué le sople, qué le sople!
Publicado en Ocio, Público, el 29 de agosto de 2008